lunes, 25 de octubre de 2010

Lady Gaga. Estrella de Diego (Mi profesora de Historia del Cine)

23/10/2010. Paloma Marinas,la dueña de Groucho, amiga mía y sobrina-nieta de Aniceto Marinas, publico dicha entrada en su facebook y comentamos sobre ello.

Fíjense cuál será mi despiste, que hasta hace poco estaba convencida de que Lady Gaga era el apelativo cariñoso que los fans daban a la eterna Cher, siempre tan joven y con ese pelo de tan buena salud, como de champú de farmacia. Sí, sé que es extraño, que denota una ignorancia enorme por mi parte, aunque si las observan por un momento juntas, tan pintadas, tan recompuestas ambas, acabarán por darme la razón: tienen cierto parecido. El caso es que el día de no sé qué gala porque tengo la antena de la tele estropeada y en el mejor momento me advierte de que no hay señal, las vi una al lado de otra y me di cuenta de mi error garrafal: no eran la misma persona. Qué cosas me pasan...
Parece que Lady Gaga, además, llevaba para la ocasión un traje de carne cruda -lo he leído por ahí-. La idea del modelito era tan vieja como el arte contemporáneo, incluso banal. Vamos, que Lady Gaga -antes Cher- proponía una "acción" entendida al modo de los accionistas vieneses, también muy amigos de la casquería. Cómo debe estar de mal la música pop si se ve forzada a recurrir a las clásicas estratagemas del arte para llamar la atención. Y, sin embargo, parece que la cosa había sorprendido a muchos -seguramente a los que no conocían a los accionistas vieneses-, que miraban el viejo gesto como una excentricidad radicalísima de la estrella pop. ¡Lo que dan de sí las cosas fuera de su contexto originario! Pese a todo, bien visto, ni las estrellas pop ni el mundo de la moda tienen ninguna necesidad de recurrir a este escándalo bobo que el arte, menos mediático, necesita para hacerse notar.
Por eso el deslizamiento de territorios es algo que hay que hacer siempre con sumo cuidado, porque si no puede ocurrir lo que desde mi punto de vista ha pasado con la exposición de Testino en la Thyssen de Madrid, cuya política expositiva en general nadie puede poner en tela de juicio: tampoco tenía ninguna necesidad de convertir las salas en un escaparate. Y no es que esté en contra de que la moda entre a los museos, pero quizás debe hacerlo sin buscar epatar como la obsoleta Lady Gaga. Quizás para asombrar hay que recurrir a cosas sencillas -lo demuestra la instalación del arquitecto, artista, diseñador y activista chino Ai Weiwei en la sala de Turbinas de la Tate Modern. El suelo, con aspecto de playa de gravilla, está cubierto por montones de pipas de girasol que no se pueden comer -y ahora tampoco pisar pues desprenden, parece, una sustancia nociva-. Cada una de ellas ha sido pintaba a mano por las artesanas que desde tiempo inmemorial decoraban las porcelanas tradicionales, de modo que se trata de "piezas únicas". Muchos problemas se plantean a partir de la solución tan simple: cuestiones asociadas al hambre, al original y la copia, al final de las tradiciones, a la circulación del trabajo, a la nueva industria china
... Es una obra tan radical como el propio blog de Weiwei que desde hace tiempo algunos seguimos con fascinación. Ya ven con qué poco se hace feliz a los espectadores -seguro que hay lleno en la Tate. No hacen falta alta teoría ni líneas cosméticas para atraer visitantes: basta con hacer una obra eficaz, sazonada en este caso por el vértigo de la toxicidad. ¿Se puede uno llevar una pipa a casa? La respuesta la daba el propio artista antes del problema sanitario al confesar que si fuera un visitante querría robar una pieza. Hay elementos más que suficientes para un éxito total, ¿no les parece?

Elogio al artista. Por Bernard-Henri Lévy (traducción de José Luis Sánchez-Silva).

        Frente al arte contemporáneo están por un lado los displicentes, convencidos de que el arte ha muerto, o es una nulidad, o, peor aún, carnavalesco, y se extingue lentamente en una última y lamentable mascarada.
        Por otro están esos pasmados que se extasían ante todo y ante todos, confunden arte y espectáculo, obras y tramoya, y se embelesan ante unas producciones cuya característica, como ya señaló Barthes en un pasaje premonitorio de El placer del texto (1973), es que "su necesidad se agota tan pronto como las hemos visto", pues ya no tienen "ninguna actualidad contemplativa ni delectativa".
        Y frente a unos y otros, y negándolos como a las dos figuras gemelas de un idéntico nihilismo, están los artistas, los verdaderos, a los que, or otra parte, no es seguro que haya que seguir llamando "contemporáneos", pues, en el fondo, son indiferentes al tiempo, no tienen edad, sino que atraviesan todas las edades, pirateándolas, agujereándolas, tomándolas en bloque y luego recortándolas en unidades dramtatizadas para, finalmente, burlarlas: -en desorden- las abstracciones de Frize o de Twombly, las crucifixiones de los hermanos Chapman y los autorretratos de Rudolf Stingel, los pájaros en relieve de Frank Stella, las vanidades de metal de Subodh Gupta y, desde ayer, en la galería Yves y Victor Gastou de París el franco-español Jacques Martínez.
        ¿Quién es Jacques Martínez?
        Un nizardo, ante todo, y un francés, pues su aventura de pintor comenzó a la sombra de César y Arman, sus mayores, en el entorno de lo que se llamó "Escuela de Niza".
        Un europeo, después, y más que nizardo, pues pinta -y piensa- en un espacio imaginario ordenado por el rigor de Zurbarán, las ilusiones de Mantegna o el heroísmo de Matisse, que, durante sus últimos días de vida, en Niza, continuaba la interminable historia de la pintura.
        Pero, sobre todo, es un moderno, un moderno definitivo (hace tiempo edité uno de sus libros titulado Moderne for ever...) al que ninguna crisis de las vanguardias, ningún pathos del fin, ningún desengaño ni retorno a los pretendidos "valores verdaderos", disuadieron nunca de pensar que la pintura tiene una historia y que, por ejemplo, después de los fruteros, cuencos y jarros de Cézanne es difícil seguir pintando naturalezas muertas como se hacía antes.
        Porque su exposición actual es una muestra de naturalezas muertas.
        Es un conjunto -dibujos, fotos y, sobre todo, esculturas- de calabazas gigantescas, de coloquíntidas de bronce modelado, que se dirían extraídas de la "vegetación antivegetal", es decir, reinventada, reanimada, producida y, en resumidas cuentas, pensada, que evoca Malraux en su descripción del taller de Picasso.
        Y hay en esta manera de reapropiarse un gesto antiguo, de hacerlo vivir y revivir entre los dedos; hay en esta forma de jugar con un género sin validar necesariamente todos sus códigos (estoy convencido de que, lo mismo que Baudelaire en su carta a Desnoyers, Martínez no cree ni por un instante que "el alma de los dioses habite las plantas" ni que sus "verduras santificadas" tengan "más valor" que su "alma") y, luego, cuando los frutos de ese juego están más o menos seguros de su forma y se ponen, por así decir, al alcance de la vista y de la mano, vaciarlos en bronce (es decir, en un material que, desde la edad del mismo nombre, implica la creencia en la perennidad de las cosas); hay, sí, en el origen de esta empresa, una apuesta que, en estos tiempos de regresión, irrisión y, a menudo, abucheos imbéciles, no carece ni de aplomo ni de virtud.
        Que nadie cuente con Jacques Martínez para entonar ese mal peán a la "muerte" o la "decrepitud" del arte -esa "cosa periclitada" de nuestros neohegelianos de fin de semana-: no cree más en ella que, pongamos por caso, en la muerte del deseo de trascendencia de los humanos.
        Que otros se diviertan con las vanas paradojas del "arte efímero" -ese oxímoron insensato-, cuyos happenings y demás instalaciones solo pueden tener sentido, en todo caso, en el horizonte de un mundo definitivamente desolado.
        El Martínez de estos bodegones piensa que la relación de un artista con el tiempo es siempre un cuerpo a cuerpo, un combate, a veces una victoria, a menudo una derrota, y que, evidentemente, peor que la derrota es el derrotismo de quien se resigna al turismo estético de los posmodernos.
        Piensa, como hiciera Bataille sobre Manet, que el gran arte solo puede ser "impertinente" o, mejor aún, "irrespetuoso"; es decir, para ser concretos, desobediente al orden del mundo y de la naturaleza, inventivo, infiel, insolente... Y ese es el sentido de estos homenajes irónicos que son tal escultura de tapones de botella, tal aglomeración de destornilladores (César, Arman...), tal forma afilada, tal forma de champiñón (Chardin), tal calabaza convertida en vasija (otro guiño a Matisse).
        Y si hay una convicción que, en los 30 años que llevo observando y comentando su trabajo, no parece haberlo abandonado es que el arte no existe para repetir el mundo, sino para recrearlo. Decididamente, el alma de los dioses no habita las plantas, sino al artista.

lunes, 18 de octubre de 2010

Intenciones

Siguiendo el modelo establecido en mis clases lo primero es organizarme, y para organizarme aquí necesito exponer las "primeras" intenciones de este blog:

- En primer lugar me autollama la atención que siempre tenga intención de escribir, escribir no lo consigue todo el mundo, después de viajar con mis amigos y estar en una ciudad que me place. En esta ocasión Salamanca. No se cual es el motivo pero escribir aquí me ayudará a dar salida a ese tipo de experiencias, viajes, secretos...

- En segundo lugar quiero hablar de "mi Madrid". Ando obsesionado, dura esta declaración, con presentar la ciudad que vio nacer hace tan poquito tiempo. Y espero que también pueda dar salida aquí a esos sentimientos.

- Por último, espero poder hablar de lo que más me gusta, el arte. Es difícil hablar de arte en los tiempos que correr pero haremos por intentarlo.

No creo que hable de nada más, o sí. Lo iremos viendo según lo que vaya pasando. No creo que mucha gente se pare a leer este blog que lleva más parado que yo mismo, pero no lo hago para nadie y lo hago para todo el que quiera leerlo. Contradicción, sí, como yo mismo, pero se entiende perfectamente.
Que no es original, ya lo sé, pero es lo que es. magabo